sábado, 26 de enero de 2013

Tú, mi once de octubre.

El primer día me quedé a la altura de tus hombros
y la inercia jugaba entre nosotros 
para llegar a ladear mi cabeza contra tu cuerpo.
(No sucedió).

Me quedé a la altura de tus hombros, 
sí.
Miraba hacia arriba, por encima de mi nariz
avistando unos ojos azules.
Tus ojos azules.
Y fue ahí, en ese preciso instante,
donde me maté.

No sabría decir, 
ni medir, 
los temblores interiores de mi cuerpo
que se propulsaban hacia fuera mediante espasmos
entre mis dedos.
Como si al tocarte me agarrase a cables de alta tensión.

Pero en cada uno de tus pestañeos, 
me inundaba de magia.
Era tal el brillo de mis ojos,
"grandes, casi negros y tan profundos"
que el rubor de mis mejillas adquiría tonalidad.
Y sonreías, 
y sonreí.

Me di cuenta de que el tiempo era una absurda gilipollez
que nos entorpecía.
Quería acabar con él,
romper las agujas de cada reloj.
Detenerlo.

Compartir un café, 
juntar tus manos y las mías.
Nuestros labios.
Y terminar atando nuestros cuerpos 
en su centro de gravedad.
Ombligo contra ombligo.

2 comentarios:

  1. El recuerdo de esos momentos especiales vividos que son especiales porque la persona con los que se vive lo es. Esos días tan comunes para el resto del mundo y que acabamos apuntando con letras imborrables dentro de nosotros.

    Me gusta el último párrafo, suave y sexy al mismo tiempo

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