Su ombligo es miel de abeja vieja.
Sus ojos son dos girasoles ciegos,
una vela consumiéndose.
Sus manos son las pinzas endebles que
sujetaban su fino cabello
cuando era niña.
Su boca es un túnel donde no existe la luz,
un parque sin niños donde jugar a reír,
un parque donde jugar a ser niños eternamente,
un manantial de agua turbia por miedo.
Su cuerpo es el sueño de la vida
oliendo a lluvia.
Su piel tiene el color de un recién nacido
a punto de morirse.
Sus piernas han decidido abandonar el camino y
permanecer inmóviles el resto de la huida.
Sus oídos siguen atentos a cada pizca de viento
que sopla y
le mueve la blusa,
sus oídos siguen conociendo las canciones
que ya nadie le canta
-por eso llora,
no quiere caer en el silencio
irrompible.-
Sus caderas se han acabado rompiendo con los
pasos de baile que no da con el amor de su vida.
Los médicos aseguran
que la recuperación será larga y pesada.
Ha olvidado el nombre de quien la trajo al mundo
y de quien la cuida hoy, desde hace tiempo y para siempre.
Besa, con sus labios temblorosos y agrietados,
cada mañana las manos de papá
en una fotografía.
Ansía los hijos de más que no tuvo entonces
ahora anclados como semillas en su diminuto vientre púrpura,
mamando luego al nacer
de su pecho.
Se tumba en la cama
y reza que quiere acompañar a Dios
allá donde quiera que esté.
Tiene la fuerza de quien llora cuando es consciente
de la muerte de un ser querido.
Patalea.
Gime.
Se enfada.
Llora como si rompiera a reír
a carcajadas
mientras se devasta por dentro
su mundo interior.
Cree que está sola,
pero no se ha marchado nadie
que no haya arrancado la muerte de su lado.
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