miércoles, 24 de julio de 2013

Por cada suspiro en silencio sólo sé que me alejo.

Yo no tenía ni idea de que aquél poema iba a ser el preludio de un desahucio
ante mi inestabilidad entre querer quedarme
y salir huyendo.
Sigues siendo la casa en ruinas más bonita que quise restaurar a golpes de sonrisas.
En la que quise quedarme a vivir. Y tú lo sabes.
Aunque te duela, sonríe, por amor. Por favor.
Sé que las cicatrices duelen si las tocan
e intenté des-coserte, por colarme dentro, a golpe de pluma y un poco de tinta
tantos besos como se me escaparan por la boca
hasta la tuya.
Con fuerza.
Me agarré a tu cuello y te besé.
Luego me diste tus labios todo el tiempo que quisiera.
Y los sigo queriendo
pero me sigo queriendo ir.
Tampoco supe que aquella noche se iba a quebrar todo
ni que me iba a romper en un millón de pequeñas dudas
con las que acabaré echándote de menos desde que mi nombre en tu boca tuvo sentido.
No supe que nos harían estallar y acabar por los suelos
con el miedo de quien lee su propia mierda desde el precipicio y sigue sin encontrarle explicación alguna
a tanta altura,
ni que te iba a hacer daño a ti.
Eso nunca lo he querido.
Hacerte daño a ti, digo.
Por eso, quizás, he intentado salvarte no escribiendo
-porque ojos que no leen, corazón que no sabe lo que siento-
mientras me ahogaba en un mar de lágrimas
si el corazón apretaba más fuerte aún el nudo de mi garganta.
A los tres nudos se crea un infierno
y la muerte es segura,
y el segundo casi anuda otro más.
Sé que eres frágil en esto de las letras.
Porque sabes que me cuesta mucho mentir
y mucho más hacerlo ante un papel en blanco.
Igual que a ti, que me pusiste ante el objetivo de tus ojos
por ver nacer la vida
como en la fotografía.
Y luego en una sonrisa te atreviste a llamarme primavera.
Tú sabes de lo que no hablo.
No me juzgues, poeta.
Han sido muchas veces las que ambos nos hemos prostituido con las letras
buscando un poco de eso a lo que llaman amor.
No mido el calibre de estas balas y casi siempre apunto hacia a mí
cuando escribo.
Pero te pusiste detrás
para sujetarme fuerte en un abrazo desde la espalda.
Y luego dirás que esta fue la puñalada que nos unió
y nos mató poco tiempo después.
La tinta nos caló el corazón y ahora entiendo lo de que las venas sean azules por fuera
aunque la sangre y su color rojo sigan corriendo siempre igual por dentro.
Por las mías no vas a dejar de correr. Tampoco sé
-ni quiero-
cómo vas a dejar de hacerlo.
Tú, que llegaste con toda la lírica que te ocupaban los sueños,
entre tantos daños,
me acribillaste aquella noche a realidades.
Y desde entonces no entendí nada
y vivo entre el desorden que yo misma me creo.
Y después de tragarme todas tus lágrimas
sólo me queda llover con fuerza.
Ahora puedes llamarme cielo,
es ahí donde nacen las tormentas.
Y las peores dicen, son las de verano.
Pero mi poesía nació contigo
y seguirá después de ti
sin entender por qué no estás,
ni por qué me sale huir.
Porque en cada suspiro en silencio
sólo sé que me alejo.

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